miércoles, 20 de marzo de 2013

Al Papa Francisco


Por José Arregui
Querido hermano Francisco:
Me alegré como un niño cuando supe que Ud., un jesuita hecho y derecho, había adoptado ese nombre: Francisco. ¡Perfecta combinación!, me dije. Si ha de haber reformas profundas en la Iglesia y el papado –y salta a la vista que ha de haberlas–, aquí tenemos el hombre y el nombre.
Francisco de Asís: humilde y libre, manso y subversivo, y siempre el menor. Ignacio de Loyola: lleno de luz en la mente y de lágrimas en los ojos, maestro y director de almas y de obras, y siempre peregrino. Ambos amaron a Jesús con inmensa ternura y quisieron vivir como él: sin nada y con todos. A tres siglos de distancia –en el umbral del Renacimiento Francisco, en el umbral de la Modernidad Ignacio–, ambos soñaron con que la Iglesia volviera a Jesús, con que aquel imponente aparato de poder y de riqueza erigido en torno a Roma se despojara, se desarmara, se humanizara, se evangelizara, y pudiera ofrecer de nuevo el consuelo y la liberación de Jesús. No sucedió. A Francisco le organizaron una gran Orden, y a Ignacio le utilizaron para la Contrarreforma, y su sueño no pudo ser. Pero sigue en pie, y es más urgente que nunca.
Ud. conoce bien la historia del Poverello que tanto inspiró a Iñigo de Loyola, mientras se reponía de las heridas de su cuerpo y de su espíritu. También Francisco estaba herido y buscaba, y le gustaba retirarse en la penumbra de la capillita semiderruida de San Damián, fuera de la ciudad de Asís, amurallada con sus iglesias y mercaderes. Una tarde, le pareció que los labios de Jesús crucificado le hablaban dulcemente y le decían: "Francisco, repara mi Iglesia, que amenaza ruina". Y salió contento a mendigar piedras y cuidar leprosos.
Me traslado al atardecer del pasado miércoles día 13, en el momento en que dos tercios de los cardenales reunidos en la suntuosa Capilla Sixtina le acababan de elegir papa. No alcanzo a imaginar a Jesús de Nazaret, el profeta compasivo y sanador, itinerante y libre, en medio de aquel Cónclave solemne, entre sotanas negras y fajas púrpura, y afuera 5.000 periodistas expectantes y el gentío en la plaza de San Pedro, y la chimenea y las fumatas y las agencias frenéticas del mundo llenando de imágenes y de palabras vacías el vacío espiritual que padecemos. Y me acude a la mente la imagen de otra escena en el atrio del templo de Jerusalén: el látigo profético, las mesas volcadas, las palomas y los corderos sueltos, libres del sacrificio, libres para volar y vivir.
Pero vuelvo a la Sixtina y le imagino a Ud., humilde y decidido, ajeno al boato y al show, escuchar de labios de Jesús la misma palabra dulce y exigente que le habló al joven soñador de Asís: "Francisco, repara mi Iglesia, que amenaza ruina. Pero no te empeñes en recuperar las ruinas. Déjalas perderse, y construye algo nuevo, lo que yo soñé: un templo sin piedras, un templo de vida sin torres de poder ni muros sagrados, un templo de corazones libres y buenos".
Querido hermano Francisco, sus primeros gestos nos han conmovido. Nos ha pedido la bendición y le bendecimos de todo corazón. Pero permítame decirle: ni los gestos personales ni las reformas curiales bastarán. La figura y el sistema del papado es el problema. Deje que las ruinas de una Iglesia del pasado se arruinen del todo. Deje que caiga la enorme cúpula del poder absoluto construido contra el evangelio. Cuanto más tiempo deje pasar, será peor para la Iglesia y para quienes esperan de ella la buena noticia y la presencia de Jesús. Declare solemnemente que no hay otra herejía que la falta de paz y de piedad. Y ponga otra base para construir otra Iglesia plural y tolerante, otra Iglesia democrática desde abajo, desde el Espíritu que sopla donde quiere y en todos. No sea que todo siga dependiendo de un papa que nunca sabemos de quién depende, y dentro de pocos años volvamos a otro Cónclave para que, en el fondo, todo siga igual que en tiempos de san Francisco y san Ignacio.

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