lunes, 22 de octubre de 2012

Querido divorciado - (Lo que los curas no pueden decir. ¿O sí?)


¿Qué le dirías tú, lector amigo, a un divorciado católico que te viene a llorar el dolor del trato que nosotros, su Iglesia, le damos?
Yo le respondí todo esto. Un poco largo quizás, pero quise cuestionarle a la luz del Evangelio que yo he leído. Puede que algunos hayan leído "otro".
Y con esto termino las dos partes de mi revisada meditación sobre el divorcio.

Mi querido Andrés:
Me cuentas el dolor que te causa no poder comulgar. Estás "excomulgado de hecho" por tu condición de "católico divorciado vuelto a casar". Así llevas muchos años y, a veces, la culpabilidad te corroe las entrañas. Quieres ser fiel a la doctrina de la Iglesia y no ves salida. Esa doctrina te obliga a permanecer apartado de la Comunión y te anima -farisaica paradoja- a vivir en comunión...
¿Recuerdas quienes sufrían ese "apartheid" en tiempos del Señor? Algunos de aquellos leprosos desafiaron la prohibición y se acercaron a quien podía darles la salud y la paz. Esas experiencias evangélicas deberían darte ya alguna pista.
Las normas generales no siempre se pueden aplicar a todos. Por encima de las normas está la "conciencia profunda". La propia doctrina oficial lo reconoce. ¡Menos mal!
Claro que, antes de nada, conviene distinguir dos clases de divorcios:


1) El divorcio por capricho que empuja a no aguantar lo más mínimo y dar rienda suelta a la satisfacción corporal y sensible. El voluble egoísmo junta y separa. La pareja no es más que un instrumento para mi satisfacción. Cuando no sirve a mis propósitos la tiro o la sustituyo como sustituyo un sofá demodé.
Los que hemos rebasado los cincuenta conocemos perfectamente la insidiosa tentación de cambiar a nuestra cincuentona por dos de veinticinco. Desde mucho antes ya nos persigue ese diablo bizco que sólo mira lo apetitoso para el instinto. Tengo la impresión de que éste es el divorcio que condena el Evangelio. Pero no es tu caso, ni el de la mayoría de católicos de buena voluntad que se ven abocados a una ruptura no deseada.
2) El divorcio por necesidad, para poder seguir viviendo, porque la yunta con quien camina en dirección contraria es mortífera. Hubo un error de inicio, se formalizó una boda legal pero no real. Allí no había unidad, ni amor verdadero, ni compatibilidad, ni consciencia suficiente. Como mucho fue un precipitado fogonazo de juventud provocado por carencias afectivas, inmadurez, instinto y ceguera. Ni estabas preparado, ni supiste prepararte, ni vislumbraste las espeluznantes consecuencias de tu equivocación.
¿Me voy aproximando a tu caso? ¿Condenarías a alguien a permanecer anclado en el "dolor del error" toda la vida? ¿No existe posibilidad de rectificación para los matrimoniados por error? ¿Les condenarías a vagar separados y solos por las estepas de la vida? Tal vez las respuestas a estas preguntas te ayudarán a comprender y comprenderte.

Aclarada esta diferencia esencial, vayamos ahora a las ataduras doctrinales que te privan de los sacramentos. Puede que la Jerarquía no quiera o no pueda variar sus esquemas porque piense que una mayor "liberalización" perjudicaría a la ya liberal sociedad en que vivimos. Deben advertirnos de la gravedad de los errores en este campo porque la familia ha de estar protegida de la volubilidad del individuo y no pueden ser los hijos los paganos del poco esfuerzo de reconciliación de sus padres.
En situaciones extremas los católicos deberíamos acudir a la propia Iglesia para que analice y resuelva si hubo o no matrimonio verdadero. En mi opinión "hay muchas más nulidades de las que se solicitan y declaran". Los católicos acudimos a los ágiles tribunales civiles y huimos de la parsimonia eclesiástica. Lo uno no quita lo otro.
El sentido común me dice que si me casé por la Iglesia, debería también someter mi fracaso a la Iglesia. Sé que hay circunstancias que hacen esto prácticamente imposible por el tema de las jurisdicciones territoriales y la movilidad geográfica de los separados. También sé que la lentitud procesal de los tribunales eclesiásticos, sus exigencias formalistas, su mermada fama y su imaginaria carestía, disuaden a muchos católicos. ¡Nos equivocamos! Deberíamos, como mínimo, informarnos.
Me cuentas que, en tu caso, no tienes posibilidad real de acudir a esa solución, que eres un "divorciado católico" de muchos, que llevas con dolor la situación en que te hemos colocado. Pero eso es compatible con procurar la REALIDAD de una "vida espiritual profunda", aún en contra de la TEÓRICA situación jurídica en que estás atrapado. Hay personas importantes en la Iglesia que claman por avanzar en la doctrina sobre los divorciados, como el Cardenal Martini que pedía un Concilio -nada menos- sobre este tema.
Si yo estuviera en tu caso, no dejaría de confesar y comulgar. Trataría con todas mis fuerzas de vivir unido a ese Dios en quien creo, por encima de la obligación impuesta de vivir desterrado. Sin duda me saltaría el destierro. Claro que, para eso, tienes que encontrar un sacerdote comprensivo que quiera confesarte. La Comunión la puedes recibir de cualquiera, basta con acercarse. Siempre que seas discreto y no levantes escándalo.
Para quebrantar la norma sin sentirte culpable tendrías que avanzar hacia una conciencia PROFUNDA (la que se fía del discernimiento propio y las aspiraciones profundas; en tu caso, la aspiración a vivir más íntimamente unido al Señor).
Tendrías que tomar distancia de la rigidez de la conciencia CEREBRAL (la que sigue ciegamente normas, reglas y libros) y salir de la alienación a la conciencia SOCIAL (la que se somete rigurosamente al "ambiente humano" en que vive, sin discernimiento personal).
La primera es la conciencia de que habla Pablo: "Nos sentimos orgullosos de que nuestra conciencia nos asegure que nos hemos comportado con todo el mundo, y especialmente con vosotros, con la sencillez y la sinceridad que Dios da, y no por la sabiduría humana, sino por la gracia de Dios" (2Cor, 1,12).
Es decir, hay que madurar y aprender a descender a la conciencia profunda, dándola prioridad sobre las otras dos, propias de etapas inmaduras. No se trata de eliminarlas sino de ponerlas en su lugar. La conciencia profunda es el íntimo reducto de la persona, que tiene en cuenta todas las realidades (interiores y exteriores) en que está inmersa, es la brújula que pivota siempre sobre el Dios personal que nos habita.
Mientras no consigas bajar a la conciencia profunda no serás libre ni autónomo, seguirás siendo un niño agarrado a la mano de mamá: "Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño. Cuando llegué a hombre, desaparecieron las cosas de niño" (1Cor 13,11). "Mientras el heredero es niño, en nada se diferencia de un esclavo, aunque sea el dueño de todo" (Gal 4,1).
Algún día te escribiré sobre los terribles daños que causa la religión que no promueve la autonomía y libertad de las personas. Confundir "religiosidad" con "sometimiento" (algo que se patrocina con mucha frecuencia) nos conduce a la alienación, inseguridad, temor, rigidez, culpabilidad, escrúpulos, incluso neurastenia, depresión y agresividad sectaria. Es un tremendo fraude, aunque sea realizado con buena intención, más propio de sectas que de verdaderas religiones.
En este momento te sientes atado por el texto que me envías: "Cuando los fieles divorciados vueltos a casar se separan o viven en plena continencia, pueden ser admitidos nuevamente a los sacramentos" (1). Esa es la norma, ciertamente. Ahora dime qué solución prefieres: ¿Separarte de tu actual esposa, con la que reconstruiste una familia con dos pequeños? ¿O vivir con ella en total continencia?
No sé a quién se le ocurrió esa redacción pero basta leer para darse cuenta que repugna al sentido común. Y lo digo así, abiertamente, para que nuestros dirigentes se enteren que la VIDA REAL no cabe en esos almidones que nos han planchado.
Qué distante y distinto ese texto que te aprisiona de aquél del primer Concilio de Jerusalén: "El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido no imponeros más cargas que las imprescindibles" (He 15,28). Me parece que hay evidentes contradicciones entre la doctrina original y sus complejas derivaciones posteriores.
Con el afán de tenerlo todo atado, normalizado y cuadriculado, nos han construido una torre doctrinal enorme, mayor que la de Babel, sin la mínima concesión a la conciencia, al discernimiento o al raciocinio personales.
Somos una Iglesia ferroviaria que ha dejado de ser camino (alegres pasos, libres y autónomos, hacia la felicidad auténtica) para convertirse en una interminable y compleja red de rígidos raíles. Sobre ellos circulan los fieles herméticamente encerrados en vagones precintados con obligatorias consignas, debidamente fiscalizados por autoridades rigurosas e inamovibles, desfasadas de su tiempo generalmente, con atuendo de brujos más que de apóstoles.
No me extraña que nos asalte muchas veces esa sensación de falta de oxígeno y vida. Nos enseñan:
- "sometimiento" en vez de "discernimiento",
- "cumplimiento" (cumplo y miento) en vez de "seguimiento",
- "erudición" en vez de "conversión",
- "rito" en vez de "vida interior".
En nuestras catequesis (e incluso en la formación de nuestros curas) se memorizan historias, teorías y cánones (formación intelectual) pero no se forman conciencias, ni se camina hacia la maduración personal real. La fidelidad propuesta es obediencia ciega a las "voces externas", en vez de escucha y docilidad a la "voz interior" del dulce Huésped que nos anida.
La gente de nuestro tiempo, sin embargo, ama el aire, la libertad, la naturaleza, la solidaridad, la racionalidad, la creatividad y el progreso. Luego se preguntarán por qué se vacían las iglesias llenas de rígidas rutinas, oraciones incoherentes y homilías vacuas…
A pesar de todo, me duelo pero no me escandalizo. Sé que nuestra Iglesia está dirigida por hombres falibles que hacen lo que pueden y suplen sus carencias dándose más importancia de la que tienen: "Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas" (Sal 127).
Y no te confundas, amigo mío, no defiendo una Iglesia blandengue, sin columna vertebral, sometida al capricho de cada cual. Ése sería el otro peligrosísimo extremo. Suspiro por una Comunidad caminante, que proponga y no imponga, que anime y nunca rechace, que promueva la libertad, la maduración, la conciencia y los carismas personales, que crea visceralmente en el Espíritu, el gran olvidado.
Pero volvamos a tu caso. En los temas complejos, como éste, no es fácil conciliar la norma general con las necesidades particulares. Los dirigentes tienden al rigor y los fieles deberíamos anclarnos en la comprensión y la misericordia. Sigue siendo verdad que "el sábado es para el hombre y no el hombre para el sábado" (Mc 2,27).
Por eso, amigo mío, hay que acudir a la sincera conciencia personal, piloto de la vida concreta de cada uno. Tienes la obligación de buscar la luz que te guíe y alimente. No puedes "alienarte", sin más, a lo que otros dicten. Nadie tiene el derecho de imponerte caminos que te restan vida o repugnan a tu inteligencia. Los apóstoles hubieran pasado hambre -como tú ahora- si hubieran cedido al legalista rigor de los fariseos y no hubieran cogido espigas en sábado.
Por lo que me has contado deduzco que en tu primer matrimonio ("no-matrimonio") hubo una nulidad plena (tu conciencia te lo descubrirá si te miras con sinceridad). Me parece que no sabías lo que hacías y los hechos posteriores lo demuestran. Además no puedes pedir la "nulidad oficial" porque tus circunstancias no lo permiten. ¿Puedes pensar que el Señor te quiere ATRAPADO en esa especie de tierra de nadie y alejado de sus sacramentos?
Desde luego, yo creo en un Dios que me atrae y me quiere cerca, en cualquier circunstancia, por encima de cualquier norma, aunque haya tenido un accidente de vida o haya cometido un garrafal error al emparejarme. Mis aspiraciones interiores no pueden ser retenidas por ningún código humano. Abandonaría la gruta del destierro, como los leprosos, y me acercaría al Jesús que comprende, cura y nunca rechaza.
No entra en mi cabeza cómo en su Iglesia se puede legislar institucionalizando el rechazo a unos hermanos por la desgracia de haberse equivocado en una opción de vida, tomada -casi con seguridad- con inconsciencia cierta.
Te recomiendo que leas y releas este texto: "¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?... Porque estoy persuadido que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las cosas presentes ni las futuras, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro" (Rom 8,35).
Continúa después con este otro: "No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos; no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores" (Mc 2,17). Después discierne si debes o no debes acercarte a los sacramentos.
¡Perdóname si algo de lo que digo te perturba! Ya sabes que sólo se critica lo que se ama porque "no hay mayor desprecio que no hacer aprecio". Mi amor a mi Iglesia me hace desear apasionadamente su transformación y conversión, empezando por uno mismo naturalmente. Me has pedido sinceridad y ahí la tienes.
Una única advertencia: Que las decisiones de tu conciencia no causen escándalo a otros más débiles o ignorantes. Por tanto sé prudente a la hora de actuar. Se trata de vivir lo más cerca posible del Dueño de la vida sin causar escándalo a los "niños" de mayor o menor edad.
Sé consciente de que estas letritas no agotan el tema del divorcio, ni interpretan tu situación, ni pretenden que las sigas. Sería salirte de una alienación para meterte en otra.
He pretendido simplemente darte algunas pistas para que puedas tomar tus propias decisiones. Si te sirven, me sentiré pagado. En todo caso, no dejes de buscar al Señor y dejarte encontrar por Él. Me parece que no puedes consentir que "la falta de unos papeles" (los de la nulidad) te alejen del Señor. Eso sería un disparate.
Un abrazo inmenso Andrés. Que el Dios de la Paz te inunde, te permita encontrar tu conciencia profunda y su Camino.
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(1) De la Exhortación Apostólica Familiaris consortio (22-11-1981), punto 6, posterior al Sínodo de los Obispos sobre la familia (1980).

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