domingo, 23 de septiembre de 2012

Cuando el Señor habla al corazón (y 20)

 
20. MIRA LA MUERTE CON CONFIANZA
Otros han predicado los terrores de la muerte. Tú, predica las alegrías de la muerte.
“Yo vendré a vosotros como un ladrón”. Esto lo dije no para espantaros, sino por amor, para que estéis siempre preparados, y para que viváis cada instante como quisierais haberlo vivido en el momento de vuestro nacimiento a la vida definitiva.
Si  los hombres mirasen más su vida en el retrovisor de la muerte, ya le darían su verdadero significado.
Por eso, que no consideren la muerte con espanto, sino con confianza, y que así comprendan todo el precio de la fase meritoria de su existencia.
Vive sobre la tierra como si volvieses del cielo. Sé en ella el hombre que vuelve del más allá. Eres un muerto postergado. Mucho ha que hubieses debido entrar en la eternidad y ¿quién, en la actualidad, hablaría de ti sobre la tierra?
Yo te consiento aún varios años en la tierra para que en ella vivas una vida impregnada de nostalgia, en la que se vislumbre un destello de nuestra morada.
¿No te he dado bastantes pruebas de mi solicitud? Y entonces, ¿qué temes? Yo estoy siempre ahí y siempre cerca de ti, hasta cuando todo parece derrumbarse, hasta, y sobretodo, en el momento de tu muerte. Verás entonces lo que son mis dos brazos, cuando se cierren sobre ti y te estrechen contra mi Corazón. Descubrirás para qué y para quien habrán sido útiles tus trabajos, tus sufrimientos. Me darás las gracias por haberte conducido como te conduje, preservándote muy a menudo de muchos peligros de orden físico y moral, conduciéndote por caminos insospechados, desconcertantes algunas veces, pero haciendo de tu vida una unidad profunda en pro de tus hermanos.
Tú me darás las gracias porque comprenderás mejor la conducta de tu Dios para contigo y con los demás. Tu cántico de acción de gracias se irá ampliando a medida que vayas descubriendo las misericordias del Señor para contigo y con el mundo.
Sin efusión de sangre no hay remisión. Mi Sangre no puede cumplir con su inapreciable cometido de expiación eficaz sino en la medida en que la humanidad consienta en mezclar algunas gotitas de su sangre con la Sangre de mi Pasión.
No dejes de ofrecerme la muerte de los hombres para que vivan de mi vida.
Como si estuvieses llegando al cielo, ora, dame los buenos días, ama, muévete y alégrate.
Imagina lo que será nuestro encuentro en la luz. Precisamente para eso fuiste creado, para eso has trabajado y sufrido. Llegará un día en el que, cuando llegue tu hora, yo te recoja. Piénsalo a cada paso y ofréceme de antemano la hora de tu muerte uniéndola a la mía.
Asimismo no dejes de pensar en lo que será el más allá de la muerte: la alegría sin fin de un alma irradiada de luz y de amor, capaz de vivir en plenitud el ímpetu oblativo de todo su ser por mí hacia el Padre y recibiendo por mí, procedente del Padre, toda la riqueza de la Juventud divina.
Sí, mira la muerte con confianza y aprovecha el final de tu vida para prepararte a ella con amor.
Piensa en la muerte de todos los hombres, tus hermanos: 300.000 por día. ¡Qué poder de corredención todo eso representa si fuese ofrecido! No lo olvides: “oportet sacerdotem offerre”. Te toca a ti ofrecer en nombre de quienes no lo piensan. Es una de las maneras más eficaces de valorizar mi sacrificio del Calvario y de enriquecer tu misa de cada día.
¡Hay tantos que ni sospechan que yo les voy a llamar esta tarde! ¡Tantos accidentes de la carretera, tantas trombosis brutales, tantas causas imprevistas! ¡Hay asimismo tantos enfermos que no barruntan la gravedad de su estado!
Duérmete en mis brazos cada noche. Así es como morirás y entrarás en el paraíso, cuando llegue el momento del gran Encuentro.
Hazlo todo pensando en aquel momento. Eso te ayudará en muchas circunstancias, a guardar tu serenidad sin entorpecer tu dinamismo.
Yo, por amor por ti, acepté morir. Tú no puedes darme mayor prueba de amor que aceptando morir en unión conmigo.
No sufrirás el menor desengaño. Deslumbrado por los esplendores exaltantes que vayas descubriendo, no tendrás más que un solo pesar: el de no haber amado bastante.
Continúa uniendo con frecuencia tu muerte a la mía y ofreciéndola al padre por las manos de María, bajo el impulso del Espíritu Santo.
En nombre de tu muerte unida a la mía, tú puedes asimismo solicitar auxilios oportunos para mejor vivir, hoy por hoy, conforme a la caridad divina. Nada hay que de esta manera no puedas conseguir. Aprovecha, pues, la oportunidad.
Que tu corazón esté cada día más abierto a mi misericordia, confiando humildemente en mi ternura divina que te envuelve por todas partes y fecunda invisiblemente tus actividades más ordinarias dándoles un valor espiritual que trasciende el tiempo.
¿Para qué sirve el vivir si no es para crecer en el amor? ¿Para que sirve el morir si no es para dilatar eternamente su amor y dilatarse en él por siempre jamás?
Hijo mío querido, yo te he hecho presentir algo de lo que puede ser la fiesta del cielo, más lo que tan confusamente has divisado no es nada comparado con la realidad. Entonces verás hasta qué punto yo he sido y soy un Dios tierno y amante. Comprenderás por qué yo me empeño en que los hombres se amen unos a otros, se perdonen y se asistan recíprocamente. Entenderás el por qué espiritualizador y purificador de la paciencia y del dolor.
El que sin cesar vayas descubriendo nuevas profundidades divinas, será una aventura primorosa y apasionante. El ser impregnado por mi divinidad te transfigurará y te hará ver a todos tus hermanos transfigurados ellos también, en una acción de gracias común y exaltante.
Créeme, las fiestas litúrgicas de la tierra que tienen sus múltiples razones de ser, no son sino la prefiguración de las festividades eternas que nunca hastían y mantienen el alma, por una parte,, siempre harta y, por otra, incesantemente hambrienta.
Yo he vivificado el mundo por mi muerte. Y es siempre por la oblación de mi muerte como yo puedo continuar dando a los hombres la vida. Pero necesito un suplemento de muertes para vencer – sin menoscabar su libertad – las dudas, las reticencias, las resistencias de los que no quieren oír mi llamada o que, habiéndola oído, no quieren dejarme penetrar en su corazón.
¡El cielo, soy yo! ¡Sólo en la medida en que, conforme a vuestro grado de caridad, podáis ser asumidos por mí, vosotros saborearéis la alegría infinita y recibiréis del Padre toda luz y toda gloria!
Entonces ya no habrá ni llanto, ni dolor, ni ignorancia, ni inadvertencia, ni envidia, ni equivocación, ni pequeñeces, sino acción de gracias filial respecto a la Santísima Trinidad y acción de gracias fraterna de unos para con otros.
Naturalmente os acordaréis de los pormenores de vuestra vida terrenal, pero los veréis en la síntesis del amor que los ha permitido, transfigurado, purificado.
¡Cuán grande y gozosa será vuestra humildad! Ella os hará transparentes como el cristal a todos los reflejos de la divina misericordia.
Sí, vosotros vibraréis al unísono con mi Corazón y en perfecta armonía de unos con otros, reconociéndoos como bienhechores recíprocos y contemplando la fracción de causalidad que, para la felicidad de todos, yo mismo os proporcioné.
Sí, tendrás una muerte alegre, rápida y amorosa. El paso no es largo ara quien expira en un acto de amor y se reúne conmigo en la luz. Ten confianza en mí. Como estuve contigo en cada momento de tu vida terrenal, así estaré contigo en el momento de tu entrada en la Vida Eterna, y mi Madre, que tan buena se ha mostrado contigo, estará presente, Ella también, toda dulzura, toda mamá.
¿Piensas tantas veces como debieras en tus compañeros del purgatorio que no pueden conseguir su progresiva incandescencia luminosa por sus propios medios? Necesitan que uno de sus hermanos de la tierra les merezca lo que ellos mismo hubiesen logrado realizando antes de morir la opción de amor que tú haces en su nombre.
Ahí tienes el porqué de tu permanencia en la tierra y el de la prolongación de la vida humana. Si los ancianos estuviesen mejor informados de su poder y de las repercusiones de sus humildes oblaciones meritorias en favor de sus hermanos de la tierra y de los del más allá, comprenderían mejor el precio de sus últimos años, durante los cuales pueden, en la paz y en la serenidad, alcanzar tantas gracias para los demás y, al mismo tiempo, lograr para sí mismos un aumento no despreciable de luz y de alegría eternas.
La muerte les sería más placentera pues yo prometo una gracia especial de asistencia en ese gran momento a todos los que hayan vivido para los demás antes que para sí. ¿No consiste en eso precisamente el amor? ¿No es así, por medio de sacrificios insignificantes, como uno se prepara a morir amando?
Yo conozco la hora y la modalidad de tu muerte, pero ten por seguro que soy yo quien la he escogido para ti, con todo mi amor, para dar a tu vida terrestre su máximo de fecundidad espiritual. Feliz serás al abandonar tu cuerpo para entrar definitivamente en mí.
En ese gran momento de tu última salida, con mi Presencia dispondrás de todas las gracias indispensables, actualmente insospechadas. Y es la medida de tu amor la que te permitirá cooperar con estas gracias a plenitud.
Cada uno muere como ha vivido. Si tú vives de amor, así te encontrará la muerte y expiarás en un suspiro de amor.
Yo mismo me encuentro al final de tu carrera, después de haber sido a lo largo de tu vida tu Compañero de camino. Tú, empero, aprovecha cada día mejor el tiempo que te separa del gran encuentro: cada hora, únete a mi oración, comulga con mi oblación, deslízate en mis ímpetus de amor. Aspira con frecuencia a mi Espíritu. Abrázale en tus respiraciones para reavivar los latidos de tu corazón. ¿No es por Él por quien se difunde en ti la Caridad de tu Dios?
Saca del pensamiento del Cielo que te espera la alegría en medio de los sufrimientos y el optimismo en medio de los trastornos del momento. Predica este optimismo a los espíritus desalentados. El que la tempestad arrecie y embista la barca de mi Iglesia no es una razón para perder la cabeza.
¿No soy yo el que permanece en ella hasta la consumación de los siglos? En lugar de descorazonaros, lanzad vuestras llamadas hacia mí: Señor, sálvanos que perecemos. Acrecentad vuestra fe en mi presencia y en mi poder.
Entonces comprobaréis mi ternura y verificaréis mi inagotable misericordia.
La manera de encararos con la muerte ha de ser para vosotros cuestión de fe, cuestión de confianza, cuestión de amor.
¡Fe! Esta percepción del cielo no puede directamente responder a imagen de experiencia alguna pues excede toda impresión sensible, y eso es lo que os hace posible el merecimiento durante la fase terrestre de vuestra existencia – porque ¿dónde estaría el mérito si pudieses conocerlo todo por adelantado? Cada cosa a su tiempo.
¡Confianza! Porque lo que no sabéis por experiencia directa, lo podéis conocer descansando en mi palabra y fiándoos de mí. Yo nunca os he engañado sin contar que soy incapaz de hacerlo. Yo soy la Vía, la Verdad y la Vida. Todo lo que yo os puedo asegurar, es que será mucho más bello de lo que podéis imaginar y hasta de lo que podéis anhelar.
¡Amor! Sólo el amor os permite, no ver, sino presentir lo que yo os tengo reservado – y eso en la medida en que, sobre la tierra, os hayáis esforzado, hayáis sufrido.
¡Es cosa bella, la luz de Gloria! ¡Es tan embriagante la participación de nuestra alegría trinitaria! ¡Es tan “por encima de todo calificativo” la llama de amor que os hará incandescentes para esta comunión total en una caridad universal y definitiva! Si pudieseis experimentarlo en la tierra de una manera sensible y duradera, vuestra vida se haría imposible y entonces, ¿cómo podría yo recurrir a vuestra libre colaboración, por insignificante que sea, para que trabajéis conmigo en la redención y en la espiritualización progresiva de toda la humanidad, destinada a ser asumida por mí?
Si los que están a punto de morir pudiesen vislumbrar el torrente de felicidad que puede asaltarlos de un momento a otro, no sólo no temerían, sino que anhelarían ¡y con qué brío! Reunirse conmigo.
Tú has pensado mucho estos días en tu después de la muerte, sin descuidar por eso tu tarea terrenal; ¿no has notado que el pensar en el más allá confiere a tu trabajo su verdadera dimensión respecto a la eternidad?
Lo mismo ocurre con los pequeños sacrificios, las decepciones, las contrariedades. ¿Quid hoc ad aeternitatem? Es en medio de estos sacrificios, grandes y pequeños, donde se opera mi obra de redención universal, día tras día, sin que vosotros os percatéis.
Vive ya por el pensamiento y por el deseo tu después de la muerte. Es la mejor piedra de toque de la realidad.
La muerte, como tú bien lo sabes, será menos una salida que una llegada, con más encuentros que separaciones. Será encontrarme a mí en la luz de mi hermosura, en el fuego de mi ternura, en el ardor de mi reconocimiento.
Será verme a mí tal cual yo soy y dejarte absorber totalmente en mí para que ocupes tu lugar en la mansión trinitaria.
Entonces tú saludarás a Nuestra Señora llena de gloria. Verás cuán íntimamente Ella está con el Señor y el Señor está con Ella.
Tú, loco de alegría le dirás tu agradecimiento por su conducta maternal para contigo.
Podrás reunirte con tus amigos del Cielo, empezando por tu Ángel de la guarda y continuando por todos tus amigos de la tierra, incandescentes de amor y luminosos de alegría sin par.
Tú te encontrarás con tus hijos e hijas según el Espíritu y te alegrarás al mismo tiempo por lo que debes tanto a cada uno de los miembros más mínimos como a los más preponderantes de mi Cuerpo glorioso.
Cuando llegue la hora de nuestro Encuentro, tú comprenderás cuán preciosa es para mi Corazón la muerte de mis servidores cuando se confunde con la mía.
Ella es mi gran recurso para vivificar a la humanidad rebelde y para procurar la espiritualización del mundo.

COLOQUIO FINAL
Finaliza el verano de 1970.
El 22 de septiembre, por la noche, el Padre escribe en su libreta las líneas que a continuación transcribimos, y traza una raya.
Esa noche, se encuentra mejor que de costumbre. Se queda un poco “en familia” después de la cena, tranquilizándonos con su bondadosa sonrisa.
Se retira, por fin, a su habitación, después de habernos dado las “buenas noches”.
Y esa noche es cuando el Señor viene en busca de su fiel servidor.
“Por la noche, duérmete en mis brazos; así es como morirás…”, había escrito el Padre como al dictado de Jesús el 18 de octubre de 1964. Esta muerte serena, sin sombra de agonía, durante el sueño, acaecida casi seis años después de haber sido escritas estas palabras, ¿no se presenta como una nueva “señal” sobre la autenticidad de su mensaje?
“Si permaneciereis en Mí, y mis palabras permanecieren en vosotros, cuanto quisiereis, pedidlo y lo obtendréis” (Juan 15, 7) ¿No te das cuenta tú, por la coincidencia de tantas señales providenciales, de cuán verdadera es esta palabra?
Soy yo mismo en ti el que te conduce a veces en sentido contrario al de tus proyectos aparentemente más lógicos y más legítimos ¡Cuánta razón tienes al depositar en mí toda tu confianza! Las situaciones más enmarañadas se desenlazan en el momento oportuno como por arte de magia.
Pero son indispensables dos condiciones:
1.- Permanecer en Mí.
2.- Estar pendiente de mis palabras.
Es preciso que pienses más en Mí, que vivas más para Mí, que te pongas más a mi disposición, que compartas todo más conmigo, que conmigo más te identifiques.
Es preciso, por otra parte, que percibas la realidad de mi Presencia en ti – Presencia simultáneamente locuaz y silenciosa – y que estés más pendiente de lo que, sin ruido de palabra, yo te digo.
Yo soy el Verbum silens, el Verbo silencioso; no obstante, yo impregno con mis ideas tu espíritu, y, si prestas atención, si vives en el recogimiento, mi claridad ahuyenta las tinieblas de tu pensamiento y éste, entonces, puede traducir a tu propio vocabulario lo que yo quiero enseñarte.
Si se estrecha más la intimidad entre Yo y tú, nada hay que tu no puedas conseguir de mi poder, para ti, para todos los que viven a tu alrededor, para la Iglesia y para el mundo. Así es como el contemplativo puede hacer fecunda toda su actividad; ésta, además, se encuentra purificada de toda ambigüedad y es fértil en profundidad.

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