domingo, 23 de septiembre de 2012

Cuando el Señor habla al corazón (19)

 
19. LO QUE ESPERO DE LOS QUE HE ESCOGIDO
¡Qué más quisiera yo que sacerdotes y religiosas no buscasen fuera de mí el secreto de la única, verdadera y profunda fecundidad!
En mí está el poder. Incorporaos a mí y yo os haré participes de este poder.
Con pocas palabras, la luz proyectaréis.
Con pocos gestos, abriréis caminos a mi gracia.
Con pocos sacrificios, seréis la sal que sanea el mundo.
Con pocas oraciones, seréis la levadura que realza la masa humana.
Te he dado una gracia especial para que estimules a mis sacerdotes a buscar en el contacto íntimo conmigo el secreto de un sacerdocio feliz y fecundo. Ofrécemelos a menudo y únete a mi oración por ellos. De ellos depende en gran parte la vitalidad de mi Iglesia en la tierra y la intercesión de mi Iglesia del Cielo en favor de la humanidad peregrinante.
El mundo pasa sin darse la molestia de escucharme; por eso hay tantas vidas fluctuantes y malogradas.
Sin embargo, lo más doloroso para mi corazón y lo nefasto para mi Reino, es que hasta los mismos consagrados, por falta de fe, por falta de amor, no tienen el oído sintonizado conmigo. Mi voz se pierde en el desierto ¡cuántas vidas sacerdotales y religiosas por eso se vuelven estériles!
Que el sacerdote desconfíe de todas las felicitaciones y de las señales de respeto que le tributan. El incienso es el más sutil de los venenos para un hombre de Iglesia. Es un excitante efímero, como muchos estupefacientes, y al cabo de cierto tiempo, se corre peligro de salir intoxicado.
¡Cuántos sacerdotes iracundos, amargados, desalentados, porque no han sabido ubicarse en el plan de la Redención! Yo estoy dispuesto a purificarlos y a centrarlos una vez más con tal que prometan ser dóciles a la acción de mi Espíritu. Te corresponde a ti presentármelos, ofrecerlos fraternalmente a los rayos de mi amor.
Piensa en los sacerdotes jóvenes – llenos de entusiasmo apostólico y rebosantes de celo – que creen poder reformar la iglesia sin reformarse primero a sí mismos.
Piensa en los intelectuales, tan útiles y tan necesarios también por poco que prosigan muy humildemente sus estudios e investigaciones para servir, sin despreciar a nadie.
Piensa en los sacerdotes de edad madura que creen estar en posesión de todos sus medios y propenden tan fácilmente a pasarse de mí.
Piensa en tus hermanos envejecidos, blanco de las incomprensiones de los jóvenes, que se sienten distanciados y muchas veces abandonados. Se encuentran en el período por excelencia fecundo de su vida; en él se realiza el desprendimiento que los santifica en la medida que lo aceptan con amor.
Piensa en tus hermanos moribundos; consígueles que confíen, que se abandonen a mi misericordia. Sus faltas, sus errores, sus yerros, mucho ha que fueron borrados. Yo tan solo me acuerdo del impulso de su primera donación, de sus esfuerzos, de sus fatigas, de los sinsabores que han sobrellevado por mí.
Yo necesito sacerdotes cuya vida entera sea la expresión concreta de mi oración, de mi alabanza, de mi humildad, de mi caridad.
Yo necesito sacerdotes que con delicadeza y con un respeto infinito se preocupen por esculpir, día tras día, mi efigie divina en el rostro de los que les confío.
Yo necesito sacerdotes consagrados ante todo a las realidades sobrenaturales para, con ellas, animar toda la vida real de hoy.
Yo necesito sacerdotes que sean verdaderos profesionales de lo sobrenatural – no funcionarios o fanfarrones – sacerdotes mansos, bondadosos, pacientes, dispuestos ante todo a servir y que nunca confundan la autoridad con el autoritarismo; en una palabra, sacerdotes profundamente amantes, que no busquen sino una sola cosa, que no se propongan sino un solo fin: que el Amor sea más amado.
¿Tú no crees que yo puedo, en algunos minutos hacerte ganar horas en tu trabajo y almas en tu actividad? Eso es lo que tienes que decir al mundo, particularmente al mundo de los sacerdotes cuya fecundidad espiritual no puede evaluarse por la intensidad de su deseo de producir, sino por la disponibilidad de su alma a la acción de mi Espíritu.
Lo que a mis ojos cuenta, no es leer mucho, hablar mucho, hacer mucho; es que me permitáis obrar por medio de vosotros.
Puedes estar seguro de que si yo llego a ocupar en una vida de sacerdote, en un corazón de sacerdote, en una oración de sacerdote, todo el sitio que deseo, entonces él encontrará su equilibrio, su felicidad, la plenitud de su paternidad espiritual.
¡Qué cosa grande y terrible es un alma de sacerdote! ¡De tal manera puede un sacerdote continuarme y atraer hacia mí! – o, por el contrario, ¡ay! ¡decepcionar y alejar de mí, a veces por querer atraer hacia sí mismo!
Un sacerdote sin amor es un cuerpo sin alma. Más que cualquier otro, el sacerdote debe estar entregado a mi Espíritu, dejarse conducir y manejar por Él
Piensa en los sacerdotes caídos; muchos tienen tantas disculpas: falta de formación, falta de ascesis, falta de ayuda fraterna y paterna, mala utilización de sus posibilidades y, como consecuencia, decepción, desaliento, tentaciones y lo demás…Nunca llegaron a ser felices de verdad - ¡con las veces que experimentaron la nostalgia de lo divino! ¿Tú no crees que yo tengo en mi corazón más poder para perdonar que ellos para pecar? Admítelos fraternalmente en tu pensamiento y en tu oración. También por medio de ellos opero yo la Redención, pues no todo en ellos es malo.
Trata de verme en cada uno de ellos – a veces lastimado, desfigurado – y adora lo que de mí queda en ellos; así harás revivir mi resurrección en todos.
En realidad, tan sólo una categoría de sacerdotes me consterna de verdad: los que por una progresiva deformación profesional se han vuelto orgullosos y duros. La voluntad de poder, el aferrarse a su “yo”, han vaciado poco a poco su alma de esa caridad profunda que debiera inspirar todas sus actitudes y todas sus actividades.
¡Cuánto daño hace un sacerdote duro! ¡Y un sacerdote bueno, cuanto bien! Repara por los primeros. Alienta a los segundos.
Yo perdono muchos yerros al sacerdote que es bueno. Yo me retiro del sacerdote que se ha endurecido. En él ya no hay sitio para mí. Me asfixio en él.
El ruido interior y exterior impide a muchos hombres oír mi voz – y descifrar el sentido de mis llamadas. Importa por lo tanto que, en este mundo superactivado y superexcitado, se multipliquen islotes de silencio y de tranquilidad, donde los hombres puedan encontrarme, conversar conmigo y entregarse libremente a mí.
Ofréceme con frecuencia los sufrimientos de tus hermanos sacerdotes: sufrimientos del espíritu, del cuerpo, del corazón; únelos a los míos durante mi Pasión y sobre la Cruz para que saquen de su conexión con los míos todo su valor de sosiego y de corredención.
Pide a mi Madre que te ayude en esta misión y piensa en ella especialmente en cada una de las misas que celebras, en unión con Ella y en su maternal presencia.
Si supieses cuán grande es mi alegría cuando causo la tuya… y por mi parte así es para con todos los hombres. Para comprenderlo, necesitan encontrar sacerdotes que lo hayan experimentado. Cuanto más viva es esta experiencia, tanto más comunicativa es y tanto más atrae hacia mí.
No lo olvides: la Redención es primero una obra de amor, antes de ser una obra de organización.
¡Ah! Si todos tus hermanos sacerdotes aceptasen creer que yo les amo, que sin mí ellos nada pueden hacer, y que, no obstante, yo los necesito para pasar por ellos tanto como lo desea mi Corazón!
Yo estoy en cada una de esas vírgenes consagradas que me han ofrendado su juventud y su vida al servicio de las misiones, al servicio de la misión de mi Iglesia. En ellas estoy yo, caridad de sus corazones, energía de sus voluntades, luz de sus inteligencias. En ellas estoy yo, Vida de sus vidas, testigo de sus esfuerzos, de sus sacrificios, pasando por ellas para llegar a las almas a las que se dediquen.
Ofréceme esas hostias vivas, en las que estoy escondido, y en las que trabajo, oro, deseo. Piensa en esos miles de mujeres que me están consagradas y que han recibido la misión insustituible de continuar la acción de mi Madre en la Iglesia, con una condición: que se dejen penetrar por Mí en la contemplación.
Lo que actualmente falta a mi Iglesia, no es la abnegación, no son las iniciativas ni las empresas; es una dosis proporcionada de vida contemplativa auténtica.
Lo ideal es que haya en un alma consagrada mucha ciencia al mismo tiempo que mucho amor y mucha humildad. Pero es preferible un poco menos de ciencia con mucho amor y humildad, que mucha ciencia con un poco menos de amor y de humildad.
No dejes de pedirme que suscite, hasta en el mundo, almas contemplativas que, gozando del espíritu universal, asuman la parte de oración y de expiación de muchos hombres actualmente sordos a las llamadas de mi gracia.
Recuerda: Teresa de Ávila ha contribuido a la salvación de tantas almas como Francisco Javier con sus carreras apostólicas, y Teresa de Lisieux ha merecido ser proclamada Patrona de las Misiones.
No son precisamente los que se agitan, ni los que elaboran teorías, quienes salvan al mundo; son los que, viviendo intensamente de mi Amor, lo propagan misteriosamente sobre la tierra.
Yo soy el Sumo Sacerdote y tú no eres sino un sacerdote que participa de mi sacerdocio y lo prolonga. Cuando me encarné en el seno de mi madre, mi persona divina asumió la naturaleza humana y así recopilé en mí todas las necesidades espirituales de la humanidad.
Todos los hombres pueden y deben ser por lo tanto incluidos en este movimiento de sacralización, pero el sacerdote es el especialista, el profesional de lo sagrado. Nada en él es profano, ni siquiera cuando trabaja, aunque tan sólo sea con sus manos. Pero si lo hace con la conciencia lúcida de que me pertenece, si por lo menos virtualmente, lo realiza por mí y en unión conmigo, entonces yo estoy en él, yo trabajo con él para gloria de mi Padre, al servicio de sus hermanos. Él se hace mi poseído, mi alter ego y yo mismo, en él, atraigo hacia mi Padre a los hombres con quienes trata.
Comparte mis preocupaciones por mi Iglesia y particularmente por mis sacerdotes. Son mis “queridísimos” – incluso los que, por causa de la tempestad, me abandonan por un tiempo. Tengo gran compasión de ellos y de las almas que les fueran confiadas – pero mi misericordia para con ellos es inagotable si, gracias a las oraciones y a los sacrificios de sus hermanos, se precipitan en mis brazos… Su ordenación les ha marcado de manera indeleble, y aun cuando ya no puedan asumir un sacerdocio ministerial, su vida puede, juntándose con mi oblación redentora, ser una ofrenda de amor que yo sabré utilizar.
Aprovecha el tiempo que te dejo sobre la tierra – única fase de tu existencia en la que puedes merecer – para pedir intensamente que se multipliquen las almas contemplativas, las almas místicas. Ellas son las que salvan al mundo y las que consiguen para mi Iglesia la renovación espiritual que necesita.
En la actualidad, algunos seudo-teólogos lanzan a todos los vientos sus elucubraciones intelectuales creyendo purificar la fe, cuando no hacen sino perturbarla.
Sólo los que me han encontrado en la oración silenciosa, en la lectura humilde de la Sagrada Escritura, en la unión profunda conmigo, pueden hablar de mí con competencia, ya que en este caso soy yo mismo quien inspira sus pensamientos y habla por sus labios.
El mundo marcha mal. Hasta mi Iglesia está dividida; mi cuerpo sufre de esta división. Gracias de vocaciones son sofocadas y mueren. Satanás está desencadenado. Como después de cada Concilio en la historia de la Iglesia, él siembra por todas partes la discordia, obceca los espíritus a las realidades espirituales, endurece los corazones a las llamadas de mi Amor.
Es indispensable que los sacerdotes y todos los consagrados reaccionen ofreciendo todos los sufrimientos, todas las agonías de la humanidad conjuntos con los míos “pro mundi vita”.
¡Ah! ¡si los hombres comprendiesen que yo soy el manantial de todas las virtudes, el manantial de toda santidad, el manantial de la verdadera felicidad!
¿Quién mejor que mis sacerdotes se lo puede revelar? Naturalmente si aceptan ser mis amigos y viven en consecuencia. La cosa pide aparentemente algunos sacrificios, per éstos se ven rápidamente compensados por la fecundidad y la alegría serena que les invade.
Hay que acceder a darme el tiempo que yo pido. ¿Dónde y cuándo se ha visto que el consagrarme fielmente un día en exclusividad haya de alguna manera comprometido el ministerio?
Ya no se sabe hacer penitencia; por eso se encuentran tan pocos educadores espirituales y tan escasas almas contemplativas.
De la misma manera que me opongo al “dolorismo” y al “espíritu victimal”, así deseo yo que no se arredren por la frustración pasajera que provoca el pequeño sacrificio o la ligera privación queridos o aceptados por amor.
Mi palabra es siempre verdadera. Si vosotros no hacéis penitencia todos pereceréis. Mas, si sois generosos, si prestáis atención a lo que mi Espíritu os sugiere y que nunca será perjudicial ni a vuestra salud ni a vuestro deber de estado, si os unís fielmente en la oblación espiritualizante que yo incesantemente ofrezco en vosotros, entonces contribuiréis a borrar muchos pecados de la muchedumbre y sobre todo muchas felonías de mis consagrados; conseguiréis una superabundancia de gracias para que este período perturbado del posconcilio vea surgir, en todos los ambientes y en todos los continentes, nuevos tipos de santidad que enseñarán una vez más al mundo maravillado el secreto de la auténtica alegría.
Asumido por Mí, in persona mea, así es como en la misa, el sacerdote cambia el pan en mi Cuerpo y el vino en mi Sangre.
Asumido por Mí, in persona mea, así es como en el confesionario, borra por la absolución las faltas del pecador arrepentido.
Asumido por Mí, in persona mea, así es como cumple – o debiera cumplir -  todos los actos del ministerio.
Asumido por Mí, in persona mea, así es como piensa, habla, ora, se alimenta y se distrae.
El sacerdote ya no se pertenece; se ha dado a mí libremente, en cuerpo y alma, ara siempre. Por eso mismo ya no sabría ser totalmente como los demás hombres. Está en el mundo, pero ya no es del mundo. A título especial y único, es de Mí.
Debe luchar por identificarse conmigo mediante la comunión de pensamientos y de corazón, compartiendo mis preocupaciones y mis deseos y progresando constantemente en mi intimidad.
Debe propender a expresar por su conducta parte de mi inmenso respeto para con mi Padre y de mi bondad inagotable para con todos los hombres, cualesquiera que sean.
Debe continuamente renovar el don total de sí mismo a Mí para que yo sea en él plenamente lo que deseo.
¡Cuántas almas se dejan intoxicar por el placer falaz o la ideología embriagadora. Consecuencia: están como enclaustradas en sí mismas y se hacen ineptas para acudir a mí con lealtad. No obstante, yo sigo llamándolas, más ellas no me oyen. Yo sigo atrayéndolas, más ellas se han vuelto impermeables a mi influencia.
Aquí es donde tengo una necesidad apremiante de mis consagrados. ¡Ah! Si se les ocurriese recapitular en sí todas las miserias de este mundo enloquecido y pedirme ayuda en nombre de todos los que el demonio mantiene encadenados! Mi gracia conseguiría vencer más fácilmente muchas resistencias.
Los consagrados son la sal de la tierra. Cuando ya no sala la sal, ¿para qué sirve?
Cuando yo les llamé, ellos contestaron SÍ generosamente, y eso yo nunca lo olvidaré. Empero, flaquezas sin importancia han ido ocasionando más tarde mayores resistencias a mi gracia; so pretexto, algunas veces, de una urgencia en el cumplimiento del deber de estado.
Si se hubiesen entregado fielmente a sus tiempos fuertes de meditación, su intimidad conmigo hubiese prevalecido y sus actividades apostólicas, en lugar de mermar, hubiesen resultado más fecundas.
Felizmente, aún quedan en la tierra y hasta entre la gente del mundo, muchas almas fieles. Ellas son las que retrasan – si no consiguen impedirlas – las grandes catástrofes que continuamente amenazan a la humanidad.
Pide que cada día sean más numerosos los educadores y educadoras espirituales. Ellos son los que favorecieron la restauración de la Iglesia después de las pruebas de la Reforma en el siglo XVll – y tras el trasiego de la Revolución. Ellos son asimismo los que, en años venideros, facilitarán una nueva primavera en la comunidad cristiana y prepararán, paso a paso, a pesar del sinnúmero de obstáculos de toda clase, una era de fraternidad humana y un progreso hacia la unidad.
Lo que no impedirá que los hombres vivan de acuerdo con su época, ni que se interesen en los problemas, incluso materiales, de su tiempo, pero les proporcionará luz y poder para influir sobre la opinión pública de sus contemporáneos y elaborar soluciones benéficas.
La invitación para que venga a mí. Yo la dirijo a todos; sin embargo, he querido necesitar de hombres para que se oiga mi llamada. Mi incentivo ha de pasar por el destello de mi rostro vislumbrado en el alma de mis miembros, particularmente en la de los consagrados.
Es por medio de su bondad, de su humildad, de su mansedumbre, de su acogida, de la irradiación de su alegría, como yo me quiero revelar.
Las palabras son necesarias, por de pronto, las estructuras, cosa útil, pero lo que conmueve los corazones, es mi presencia divisada y como sentida a través de uno de los míos. Existe, emanando de mí, una irradiación que no engaña.
Eso es lo que cada día más espero yo de ti. A fuerza de mirarme, de contemplarme, mis radiaciones divinas te penetran, te impregnan, sin que tú tengas que decir ni una palabra – y, cuando se presenta la ocasión, tus palabras llevan la carga de mi luz y se hacen eficaces.
Mi amor hacia los hombres no es amado. ¡Es por el contrario, tan y tantas veces olvidado, menospreciado, rechazado! ¡Estas opacidades impiden que los espíritus se abran a mi luz y los corazones a mi ternura.
Afortunadamente aún quedan almas humildes y generosas en todos los países, en todos los ámbitos y de todas las edades; su amor me desagravia por mil blasfemias, por desdenes mil.
El sacerdote debe ser la primera hostia de su sacerdocio. La ofrenda de sí mismo debe combinarse con la mía para beneficio de la multitud. Cada denegación constituye una carencia de lucro para muchas almas. Cada aceptación, con paciencia y amor, merece inmediatamente una ventaja inestimable para mi crecimiento de amor en el mundo.
Confianza en mi poder; éste se manifiesta esplendoroso en tu fidelidad que yo transformo en valor y en generosidad.
Aprecio mucho verte pasar una hora conmigo, vivo en la Hostia, pero no vengas solo; aúna en ti todas las almas que yo he asociado a la tuya y, humildemente, hazte canal de mis radiaciones divinas.
Nada es inútil es los más mínimos sacrificios, en las más mínimas actividades, en los más mínimos sufrimientos, cuando se viven en estado de oblación.
Sé cada día más la hostia de tu sacerdocio. Un sacerdocio que no conlleva la oblación del sacerdote, es un sacerdocio truncado. Corre el riesgo de ser estéril y de entorpecer la obra de mi Redención.
El sacerdote es tanto más “espiritualizador” cuanto más se compromete a ser corredentor.

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