jueves, 6 de septiembre de 2012

Como si fuera Dios

Por José Luis Vilanova Alonso
"Os lo aseguro, están en el infierno." Lapidario. Como si fuera Dios. El que ellos entienden, claro. La frasecita es de uno de los prelados españoles, no hace todavía demasiados meses, en referencia a los homosexuales. Con todo, lo más triste es que ni uno solo de sus "colegas" saltó a los medios para decir: mire usted, pues yo no estoy de acuerdo, porque lo veo de otra forma... Corporativismo, le llaman.
Supongo que no importa amar ni sentirse amado. Ni la soledad cósmica que nos rodea. No cuentan los corazones hechos trizas, ni la limpieza interior, ni la honradez personal, ni la tendencia natural de conciliar el propio instinto. Basta una simple condición para ir al infierno: simple, monocolor y despiadada.
Pero no preocuparos, hermanos, que no sois los primeros; y me temo que tampoco los últimos. Allí (en el infierno) están también los libres de espíritu y pensamiento, y los que apelan a su conciencia. Naturalistas y modernistas, comunistas y socialistas. Filósofos que no tengan en cuenta la "revelación sobrenatural". Y los que abrazan religiones distintas de "la verdadera". Por eso fueron enviados al infierno protestantes y anglicanos. No digamos judíos y musulmanes. Y los que defendieron la separación entre Iglesia y Estado. Y Galileo... Bueno, a Galileo parece que le han sacado de allí, pero después de pasar más de cuatrocientos años preso de llamas y fuego, horripilantes sufrimientos y tremendas torturas, no se sabe si malignas o divinas.
También fueron exiliados al fuego eterno quienes propugnaron las teorías evolucionistas frente a las creacionistas (el Génesis "al pie de la letra"), y quienes no aceptaran las interpretaciones radicales de la Sagrada Escritura. Y entre ellos también os encontraréis a los que se les ocurrió la posibilidad de incinerar los cadáveres, y a los divorciados. Cruzaréis satánicos paseos crepusculares con quienes hayan hecho "uso de matrimonio sin intención de procrear", con masturbadores (aunque sea por obtener esperma para el diagnóstico de enfermedades) y con defensores de que ambos cónyuges tengan los mismos derechos. Y muchas mujeres. Las putas, las primeras, claro. No digamos las que hayan recurrido a los métodos anticonceptivos en curso desde los años sesenta. Y por supuesto, las que pretendan librarse de las cargas maternales (no importan las razones).
Tampoco han corrido mejor suerte los defensores de la justicia, ni los críticos con el orden social imperante. Ni siquiera los últimos rescatadores de los pobres y desheredados, porque sólo Dios (su dios) valida la caridad. De esta caterva parece que sólo se libra María, Virgen Santísima y Madre de Dios, a pesar de haber derribado del solio a los poderosos y enaltecido a los humildes. Y como llevan tan mal que haya sido, simplemente mujer, tratan desde hace siglos de despojarla de tal condición, de ocultarla tras vestiduras de luces y mantos de estrellas, de colgarla del cielo en el cielo, de enviar relámpagos desde sus manos, y de convertirla en depositaria de secretos apocalípticos y de milagros infumables. Y aún tienen la desvergüenza de afirmar, sin que les tiemble el pulso, que aquella niña judía, víctima de su sociedad civil y religiosa, se ha convertido en la mediadora (o sea, la manipuladora) de las gracias que su hosco dios se resiste a ofrecernos, tacaño, displicente, rígido, violento y airado. Una interesante mezcla de burda deificación y blasfema idolatría.
Pues no, monseñores. No creo en vuestro dios "nacionalizado" por vuestras estructuras. No creo en el dios que "salva" solo desde vuestra imposición única, oficial e intransferible. No creo en el dios de la ortodoxia que declara herejes a diestro y siniestro. No creo en el dios que reduce la práctica de fe a media hora semanal sumisa, complaciente y aburrida. Ni creo en el dios de los templos desmesurados, enjoyados y amarmolados, que muestran todo su esplendor en los funerales de los ilustres, las coronaciones reales, las frívolas bodas de los famosos y las canonizaciones "a todo trapo".
Tampoco, miren, creo en el dios obsesionado por la sexualidad, como si la entrepierna fuera el principio y el fin del equilibrio del ser humano. No creo en el dios de carácter agrio que lanza sus condenas y anatemas contra todo lo que amenace vuestros privilegios, que desconfía hasta de sus propios teólogos y sus propias comunidades. Ni creo en el dios ausente de la vida real en el mundo real, alejado de las angustias y miedos de la gente sencilla. No creo en el dios que mide la fe según la doctrina y el dogma, y por lo tanto ni se me pasa por la cabeza que pueda encerrarnos en el infierno eterno por comer chorizo un viernes de cuaresma. No creo en la ira de dios ni en sus arrebatos apocalípticos.
Y lo siento aquí dentro, desde mi pobre fidelidad evangélica, desde el dolor por mis contradicciones frente a mi principal referencia vital, que no es otra que la de las Bienaventuranzas. Me importan muy poco todos los entramados teológicos construidos sobre la figura de Jesús de Nazaret. Vino a traernos la Vida y Dios estaba con él. Eso me basta. Vino para que los ciegos vieran y los sordos oyeran, para que los cojos caminaran y los pobres fueran rehabilitados. Abrazaba a los leprosos, acogía con ternura a las prostitutas, se conmovía con debilidades y flaquezas, afrontaba y compartía los problemas diarios de las gentes sencillas y aún era capaz de desgranar sus maravillosos diálogos con los poderosos, a los que tanto criticaba. Vivía con lo justo, y disfrutaba con la lírica de un atardecer, con los pequeños milagros cotidianos del campo, con un pan compartido y un vino fresco, y con los pequeños silencios tan necesarios para reciclar la propia vida. Nos enseñó a sobrepasar nuestros complejos y llamar a Dios Abba, papá. Dio todo el sentido a la realidad de cada día, a la angustia, al dolor, a la belleza, a la duda, al amor, al sufrimiento, al perdón. No vino a morir. Lo mataron. Así de claro. Él no quería morir. Amaba demasiado la vida. ¿O es que nadie ha asistido a la patética noche de Getsemaní? ¿O es que nadie quiere escuchar su desgarrado grito clavado en la cruz? Desde lo más profundo de su miedo, desde su sentimiento de abandono y soledad, desde lo más doloroso de su fracaso.
Creer hoy en Jesús, monseñores, es ofrecer la propia vida por lo que él creyó y defendió hasta su propia muerte; no discernir sus dos naturalezas para marcar la frontera de la herejía, ni retorcerse la mente hasta la esquizofrenia para hacer convivir la transubstanciación con los accidentes. Creer en Jesús implica un salto en el vacío con el riesgo cierto de perder agarraderas y seguridades, simplemente por salvaguardar la dignidad del ser humano, único templo vivo de Dios. Y esto va mucho más lejos que el dogma intocable o el plazo de la hipoteca para asegurar la parcelita en el cielo. Es más; quien cree en Jesús ni se plantea la recompensa eterna. Aunque no existiera, aunque todo terminara con la muerte, habría valido la pena. ¿Qué otro sentido puede tener afirmar que Jesús es Dios?
Claro que creo en Dios. En el que se encarna en el mundo, que vive en la gente buena y honesta, aun sin necesidad de ritos, liturgias ni códigos. ¡Cuánta gente sencilla caminando con limpieza por la vida! ¡Cuánto trabajo y cuántos desvelos por un mundo más justo que nunca pasarán por la capilla! Creo en el Dios de piel negra y llagada que agoniza en una patera, y en el que vive hacinado en los estercoleros del primer mundo. Creo en el Dios que pasa hambre y sed, de justicia y de la otra. Creo en el Dios que acompaña a quienes dejan su vida a gajos ofreciendo algo de alivio a los parias de la Tierra, desperdigados por los pueblos más pobres y los países más explotados y abandonados. Creo en el Dios de África, de América Latina y de Asia, mucho más que en el europeo o el del american way of life. Creo en el Dios que mira en el interior del corazón humano, y al que le importa mucho menos cómo pensamos, cómo nos vestimos o qué sacrificios y alabanzas ofrecemos. Creo en el Dios del perdón, de la sonrisa entrañable, y en el que llora acompasado a nuestros llantos. Creo en el Dios con sentido del humor y que nunca se ofende, porque, ¿quiénes somos nosotros, tan infinitesimales, para ofender su divinidad? Creo en el Dios que se ofrece en nuestras frías noches de soledad, en el que pierde su mirada desde la azotea cada atardecer esperando la llegada del hijo perdido, y cuando llega ni siquiera le deja hablar para disculparse. Creo en el Dios, tan implicado en la historia del ser humano, que no concibe la construcción de su Reino sin contar con nuestra libertad. Creo en el Dios que ama especialmente a quienes le rechazan, o a quienes simplemente le ignoran. Creo en el Dios que me deja pensar y reflexionar, que se divierte con mis preguntas y comprende mis errores; porque, como decía el bueno de Chesterton desde ese peculiar sentido del humor británico, para entrar en la iglesia hay que quitarse el sombrero, pero no la cabeza. Creo en el Dios que se conmueve con los más pequeños, los que nadie quiere, los que sufren, los rechazados, los dolientes, los "nadies" de Eduardo Galeano. Creo en el Dios que celebra con nosotros en la fiesta eucarística. No en el "precepto dominical" de la misa de una, no. Sino en la comida común en la que, junto a los platos de la mesa se ponen las dudas, los miedos, las alegrías, las esperanzas, las preocupaciones, la ternura, la música, el silencio, la risa, el perdón, el amor, las gracias, el abrazo... He vivido unas cuantas, y nada me ha unido más a mis hermanos y a mi Padre. Creo en el Dios de todos, diverso, fértil, tornasolado, que nos habla a cada uno según nuestras necesidades y nuestras vivencias personales. Y que conoce la rigidez de nuestros esquemas, pero aún espera que aprendamos a armonizarlos con los pensamientos y sentimientos distintos a los nuestros. Creo en el Dios universal, tierno, paciente, sabio, dulce, misericordioso, padre y madre, pacífico, fiel... En el que nos espera al final de nuestros días para tranquilizarnos, especialmente a aquellos que Él sabe muy bien que vienen del infierno vivido en la Tierra.
Sí, ya lo sé. Que me hago una religión "a la carta". Pero es que mi fe no tiene más remedio que "defenderse" de la religión institucional. Juro que cada noche me pregunto si acomodo mi fe, y si algo me angustia es la perenne cuestión sobre lo que he hecho con el capítulo 25 de Mateo. Y mi respuesta, con tristeza, es siempre la misma. No me considero capaz de responder a las expectativas que plantea el Evangelio. Así de claro. Sin embargo, y con todos los respetos, percibo que la "religiosidad" de ritos y normas proporciona tanta falsa seguridad como distorsión de Dios. Las misas de los domingos, bautizos y comuniones, los viernes de cuaresma, no robar, no matar, la obediencia contra toda razón (a ustedes, por supuesto) y la confesión (sólo cuando la sexualidad se desborda más de la cuenta) "salvan" para la oficialidad; pero, ¿alguien ha visto a Abba? El miedo de las iglesias por no perder los rasgos diferenciadores de su fe terminan enterrando su esencia viva. Pues miren, monseñores; si Dios fuera como su dios, no sería Dios. Y si esto es lo que hay, casi que me tachen de la lista. El mismo Jesús de Nazaret tuvo que proclamar el ateísmo de Dios ante la religión institucionalizada de su tiempo. Así que, prefiero asumir el riesgo de tratar de acercarme a la radicalidad del Evangelio. Asumo el vértigo de todo lo que puede suponer que seamos un día capaces de trasplantarlo a nuestras vidas. Sé de muchos que lo consiguen. Es más. Mis mejores amigos los he hecho en la búsqueda de la Buena Noticia. ¿Errores? Seguro que muchos. ¿Me puedo equivocar? Por supuesto. Pero sé de quién me fío, y también sé que lo que falte en mi camino, el buen Dios lo terminará de completar. ¿Qué quieren que les diga? Él es así...

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