viernes, 27 de abril de 2012

Los tsunamis y Dios


En los últimos años, dos tsunamis mataron a más de  330.000 personas y arruinaron la vida de millones de otras. ¿Dónde estaba Dios, en ese momento...? ¿El Dios Amor, dónde estaba?
Es cierto que todos los días abundan los milagros: el  milagro del sol, del viento, de la luz, de la música, de los niños que ríen, del universo que revela secretos cada vez más asombrosos. Cada sueño que se realiza también es un milagro. El agua que corre es un milagro, y también las estrellas que nacen, las flores que se sonríen, los corazones que se abrazan, los cuerpos que se entrelazan, el pan que sabe a cielo, los yuyos que se balancean en la brisa... Todos los días se da el inmenso milagro de la vida, y nunca se oye en el noticiero: “Ya ven. Es evidente: ¡Dios está aquí!"  
Y no. Pues el mundo está también lleno de niños que se mueren de hambre y…  de otros horrores.  ¿Qué hace Dios para detener eso..? Ya ven, Dios no puede existir, y si existe, no es bueno ni todopoderoso. Y si no es bueno ni todopoderoso, no es Dios.   
Un Dios que no usa un antivirus para acabar con todos los bichos que atacan el planeta, no es Dios.  Un verdadero Dios debería poder detectar los huracanes y los tsunamis con sus radares y disponer de un sistema de tipo antimisil para hacerlos añicos antes de que exploten en la cara de la pobre gente.  Pero Dios, parece, no es así. Aun cuando el mundo se derrumbe, no mueve un dedo. ¿Entonces, para qué sirve tener un Dios...? Esta es la gran pregunta.   
Hasta hoy se sigue hablando de un cierto Jesús que apareció, 2000 años atrás, en un pequeño país perdido del Mediterráneo.  Gente no del todo loca nos machaca desde hace siglos, y bajo todos los tonos, que ese hombre era Dios. No tenía nada de Tarzán ni de Einstein.  No sabía nada de los quarks ni había visto en toda su vida un cepillo de dientes.  Nunca había peleado en una guerra, y no era cura.   
Se dice solamente que había nacido en un establo, que se ganó la vida trabajando la madera, y que murió en una cruz. Dicen que era bueno, abierto, muy libre en todo.  
Le tenía mucho cariño a su pueblo, a sus tradiciones, a sus creencias, a sus sueños de paz y de gloria, pero no estaba apegado a nada de eso. 
No se conformaba con lo establecido, ni siquiera con lo que se estimaba haber sido grabado en la roca por el mismo Dios.  
Decía y hacía cosas asombrosas.  No obstante, lo que más asombraba no era que devolviera la vista a los ciegos, sino que se empeñaba en querer abrir los ojos a la gente cerrada para que viera las evidencias que se negaba a ver. 
No era que hiciera hablar a los mudos, sino que osaba decir cosas nuevas sobre Dios, sobre la religión, la moral, los gobernantes, la economía, los ricos, los pobres, las mujeres, los marginales, los delincuentes, los expertos en Biblia, en una palabra, un poco sobre todo, sin repetir como un loro lo que se enseñaba desde siempre en los círculos más respetados. 
Lo más asombroso no era que abriera los oídos a los sordos, sino que hablaba sin pelos en la lengua para ser oído incluso por las piedras.  No era que curara a los leprosos, sino que los amaba, y  salía a la defensa de las prostitutas, comía con gente medio traicionera, se rozaba con delincuentes e impuros.   
La Ley santa de su pueblo era el corazón de su vida, y sin embargo, cuando veía que la gente sencilla no podía soportar su peso, no vacilaba en relativizarla (crimen sin nombre para los poseedores de una verdad petrificada).  
No estaba en contra de la riqueza, solo quería que todos tuvieran parte en ella. Pero como toda la riqueza que sus ojos veían había sido acumulada a costillas del pueblo, sólo sentía un enorme asco por ella.    
Él tenía el mayor respeto por el Templo, que era el majestuoso símbolo de la unidad de su nación, pero desde que una casta de hombres religiosos lo monopolizaba para asentar su poder y promover sus intereses, no podía sino presentir que ese gran monumento no tardaría en perder su aureola, ser abandonado y terminar hecho una pila de escombros.  
En una sociedad donde las mujeres no eran más que un apéndice de los varones, condenadas a pasar la vida a la sombra, Jesús no temió integrar a varias de ellas en su grupo de discípulos y mostrarse con ellas por todas partes a la luz del sol.  
Grupos exasperados por la larga ocupación de su tierra por ejércitos extranjeros, buscaban un líder que se los sacara de encima; creyendo haberlo encontrado en Jesús, lo presionaron para hacerlo rey. Pero Jesús, convencido de que un mundo de justicia y libertad no se edifica sobre el fanatismo y el odio y que de las matanzas no puede brotar la vida, rechazó la oferta y pasó por un apátrida.    
Jesús tuvo sus momentos de éxito, sus horas de popularidad. También sufrió derrotas.  En las horas más bravas, fue abandonado por todos. Fue detenido, torturado, cruelmente asesinado. Murió... perdonando.  Cosa extraña, fue en ese momento de desamparo absoluto, cuando estaba muriéndose en la soledad más total, que un pagano armado hasta los dientes exclamó al pie de la cruz: "¡Verdaderamente ese era hijo de Dios!"  
¿Era Dios...? Si admitimos que Jesús era Dios, debemos deducir que, a  través de Jesús, Dios nos muestra cómo Él actúa con los humanos sobre la tierra de los huracanes y de los tsunamis. La primera cosa que salta a la vista es que no adopta el método del Creador Todopoderoso. No hace despliegue de poder. Actúa, pero no busca impresionar, porque  lo que impresiona corre el riesgo de cegar, de enajenar, de impedir que los humanos sean lo que son o han de ser, es decir, seres capaces de libertad, capaces de pensar, de discernir, de elegir, de hacer millones de cosas por sí mismos, capaces de crear, capaces de inventar, capaces de caminar con sus propias piernas, capaces de hacerse responsables de su destino, capaces de amar.   
Es precisamente propio de los ídolos impedir que los humanos asuman su vida, y es por eso que Dios no actúa así. No es un ídolo. Dios es Dios, y también es profundamente... humano. Tiene la noble debilidad de creer que nosotros, los humanos, a pesar de todas nuestras locuras, somos capaces de mucha  inteligencia y sabiduría.  
Al principio de su carrera, Jesús, se retiró al desierto para reflexionar sobre su porvenir.  En su reflexión se le plantearon tres posibilidades: dominar el mundo y sus riquezas a la manera de los grandes conquistadores; subyugar las mentes por medio del esoterismo y la magia; controlar las masas mediante propaganda, publicidad, pompas, ceremonias y grandes espectáculos.  Jesús tuvo que elegir entre mistificar y embobar a la humanidad a la manera de los ídolos o tomar humildemente el camino de los humanos. Optó por el camino de los humanos.   
¿Que Dios no toma la defensa de los inocentes?  Jesús lo hizo, y por esa precisa razón lo mataron.  
Cada día, la indiferencia para con las poblaciones más inocentes y  vulnerables de la tierra hace más víctimas que miles de tsunamis. Si no, haría tiempo que habríamos inventado lo necesario para proteger a esas poblaciones de las furias del mar y de muchas otras calamidades.  
Dentro de algunos años, millones de personas perderán todo porque las aguas de los océanos habrán subido 50 centímetros, en gran parte por culpa de los autos, de las fábricas y un montón de actividades destructoras del hombre. Tenemos en nuestras manos la capacidad de cambiar eso. Felizmente, muchas personas y organizaciones están luchando para lograr ese cambio, pero, comparadas a la máquina a la que se enfrentan, apenas si tienen el peso de una hormiga. Entonces, un buen día, la catástrofe vendrá. Y, como de costumbre, otra vez se oirá decir: “Ésta es una nueva prueba de que Dios no existe, y si existe, es muy malo."  
Bienaventurados, por lo tanto, quienes que no os dejáis atrapar por la rueda infernal del consumismo idiota, de la producción desenfrenada y de la competencia salvaje que impulsa a consumir en forma cada vez  más suicida.   
Bienaventurados quienes que sentís en vuestro ser profundo alguna ternura por los pájaros, los yuyos, las estrellas y… también por los humanos,  porque sabéis  que todos hemos sido amasados con el mismo barro y formamos  parte de un mismo árbol; el reino de la vida es vuestro.   
Bienaventurados quienes, teniendo hambre y sed de justicia, soñáis con un mundo sin amos ni esclavos y lucháis para que así sea.

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