viernes, 24 de febrero de 2012

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Por Teófilo Amores Mendoza
Únicamente Marcos nos relata, en 7, 31-37, el milagro de la curación de un sordomudo. Varias cosas deben interpelarnos desde este relato.
La primera de ellas es que el evangelista comienza el relato aludiendo a la actividad que ha desarrollado Jesús en tierras de Tiro y Sidón, tierras paganas, muy al norte de Israel. Ahora viene hacia el sur y, atravesando su tierra natal, Galilea, vuelve a adentrarse en la Decápolis, que también son tierras paganas. Y no es casualidad que Marcos haga notar tan insistentemente esta presencia de Jesús en medio de los paganos, porque lo que quiere hacernos llegar es que el mensaje de salvación tiene carácter de universalidad: es para todos, sin excepción. Nadie puede considerarse dueño del evangelio, pues Jesús no reservó su Buena Noticia a unos pocos sino que, una y otra vez, lo predicó a todo tipo de gentes, sin excluir a nadie.
La segunda cuestión relevante es que, una vez más, encontramos un relato en que no es el enfermo quien acude a Jesús en solicitud de ayuda, sino que son otros los que lo llevan ante Jesús. No nos dice quiénes, ni cuántos, pero con toda seguridad era gente a la que le importaba el enfermo, amigos, familiares que interceden ante Jesús en la seguridad de que van a obtener lo que piden.
Un tercer aspecto relevante es la enfermedad del hombre. Es alguien incapacitado para comunicarse, para mantener unas relaciones sociales que pudiéramos calificar como “normales”. Si trascendemos a la visión puramente humana de la enfermedad y vemos el relato desde una dimensión espiritual, nos damos cuenta que el evangelista nos está hablando de un hombre sordo al mensaje de salvación de Jesús y apenas capacitado para transmitir una palabra de consuelo o salvación a sus semejantes. Lo que están pidiendo los amigos para el enfermo es, entonces, no solo un milagro de curación física, sino un milagro de fe.
Solo unos versículos antes, en 6, 52 y 7, 18, Jesús ha reprochado a sus discípulos su falta de capacidad para entender el mensaje de Jesús. Es decir, su ceguera y su sordera para ver y entender el sentido profundo de lo que Jesús comunica con sus actos.
Marcos se caracteriza por ser el evangelista del “secreto mesiánico”. A lo largo de su evangelio nos muestra a Jesús intentando que no se sepa que es el Hijo de Dios, pues esa revelación tendrá que llevarse a cabo en la cruz. Por esto, en este episodio, y como quiera que había mucha gente presente, aparta a ésta y se lleva al enfermo a un lado. Cuando están a solas Jesús realiza cuatro gestos: dos son muy antiguos, propios de los taumaturgos de su época: mete los dedos en los oídos y, con su saliva, toca la lengua del hombre. Gestos similares los seguimos realizando hoy, de manera ritual, en las ceremonias bautismales.
Los otros dos gestos son propios de Jesús y los vamos a encontrar en más relatos: primero eleva su mirada al cielo, lo que es signo de oración a su Padre. Después suspira, esto es, inspira profundamente, gesto considerado como la preparación del profeta antes de hacer que se manifieste su fuerza poderosa. Y con una sola palabra: “Effetá” (“ábrete”) se produce la curación del sordomudo.
Sería importante que nos quedáramos, al menos, con dos puntos para orar teniendo este episodio a la vista: uno la cooperación necesaria de los amigos para conseguir que el enfermo recupere su salud, recupere su fe. El segundo cómo Jesús ayuda a la persona enferma a superar aquéllas circunstancias que le hacen estar alejado de la comunidad, de sus semejantes: devuelve el oído y el habla al sordomudo, con lo que puede desenvolverse con normalidad entre su gente; cura a leprosos, con lo que elimina la causa que les obligaba a vivir alejado de cualquier población; resucita a los muertos, que son la manifestación más clara y rotunda de la incomunicación…
Jesús nos pide hoy que con nuestra palabra seamos transmisores de la fe que hemos recibido y que crece cada día en nosotros. También nos pide que no seamos meros espectadores de la situación de necesidad de los hermanos. Que mediemos por ellos ante el Padre elevando, como hizo él, nuestros propios ojos al cielo en actitud de súplica humilde.

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