miércoles, 25 de enero de 2012

El año de la fe


José Arregi


     Quiero saludar desde mi fe este año 2012 de nuestro calendario solar gregoriano, pero ponga cada uno la cifra que corresponda en su propio calendario, sea lunar o solilunar, judío o musulmán, chino o hindú, inca o maya. Y haya empezado ya o esté aún por empezar, que nunca se sabe.

     Este año, la ONU lo ha declarado Año Internacional de la Energía Sostenible para Todos y también Año Internacional del Cooperativismo. ¡Ojalá sea ambas cosas, que son la misma!

     Y no pase en este 2012 lo que en el 2011, que fue declarado por la misma ONU Año Internacional de los Bosques, pero siguieron cayendo los bosques y siguió faltándonos el aire, y acabó el año con una ley propuesta por el gobierno brasileño que, en caso de aprobarse, hará que se reduzca más aún la selva del Amazonas, pulmón principal de la tierra y de la vida que respira.

     Todos los vivientes respiran el mismo oxígeno, les mueve la misma energía, forman juntos el mismo cuerpo vivo y cooperante. El planeta entero es, sin saberlo, un organismo viviente en cooperación.

     Nosotros, los humanos, que nos gloriamos de saberlo, somos en este momento la gran amenaza de ese cuerpo viviente y único. ¿Seremos precisamente nosotros quienes rompamos ese misterioso tejido cooperativo de la vida? Traicionaríamos a nuestra conciencia y a toda la Tierra.

     Mi fe dice: “Traicionaríamos a Dios”. Sí, sé que abuso de esta palabra sagrada: “Dios”, que tanto utilizamos en vano, que tan en vano utilizamos. Pero es mi manera de decir el Misterio supremo y más íntimo. Es mi fe.

     ¿Qué es la fe? Es mirar la Realidad como bella, agradecerla como buena, compadecerla como sufriente, escucharla como llamada, confesarla como promesa, acogerla como gracia.

     Traicionando la vida, traicionamos a Dios, pues “Dios” es esa chispa, ese calor, esa pasión, ese espíritu, esa voluntad que habita en todo, también en aquello que llamamos materia inerte. “Dios” es la llama que late en el color y el sonido, la melodía y la danza. “Dios” es la energía que sostiene y anima todo: el átomo y el árbol, la palabra y la mirada. “Dios” es el corazón de cuanto es, hecho de cooperación y cuidado, de respeto y libertad. “Dios” es la fe del creyente. “Dios” es también su empeño, incluso su lucha. El empeño del creyente brota del consuelo, su lucha emana de la paz.

     El papa Benedicto XVI ha anunciado justamente que este año, allá por octubre, se abrirá en la Iglesia el “Año de la fe”. Me gusta este nombre: “Año Internacional de la Fe”. Sí, pero que sea una fe que abra, no una fe que cierre. Que sea para abrir fronteras y puertas, para abrir los corazones a la confianza que transforma, para sostener juntos la energía de la vida, para cooperar en la lucha de la paz verdadera.

     Todo depende, una vez más, de lo que el papa entienda cuando dice “fe”. Visto lo visto, y leída su declaración, me temo que quiera abrir el Año de la Fe para seguir cerrando puertas y erigiendo fronteras. Ya no sería el año de la fe. ¡Qué pena!

     La cosa es que, en el Motu Propio en que anuncia el Año de la Fe, Benedicto XVI afirma, entre otras cosas, que quiere “dar un renovado impulso a la misión de la Iglesia de conducir a los hombres fuera del desierto en el que se encuentran con frecuencia”. Es decir, el desierto son los otros.

     En el desierto vagan sedientos todos los que no están en la Iglesia, incluidos los católicos que no se someten a la jerarquía vaticana, y han de ser tomados paternalmente de la mano y reconducidos al único redil donde hay vida y verdad.

     Como si la Iglesia no caminara en el desierto con todos los demás.

     Como si ella no necesitara dejarse tomar de la mano por los “otros” y dejarse reconducir humildemente a las aguas que no le pertenecen.

     Como si ella, la Iglesia, y de modo particular la jerarquía, no fuera responsable del inmenso desierto, sin bosques verdes ni aguas frescas, que se extiende dentro y fuera de ella.

     Como si su primera misión no fuera dejarse evangelizar por los hombres y las mujeres de hoy y buscar junto con ellos verdor y frescura, espíritu de vida, Energía sostenible para todos.

     Esa es la visión, bastante maniquea, del mundo y de la Iglesia que tiene este papa desde mucho antes de ser papa.

     En su homilía del pasado día 6, fiesta de la Epifanía, fiesta de la luz universal, volvió a la carga.
     “El mundo –dijo–, con todos sus recursos, no es capaz de dar a la humanidad la luz para orientar sus caminos. Lo comprobamos también en nuestros días: la civilización occidental parece haber perdido la orientación, navega sin rumbo. Pero la Iglesia, gracias a la Palabra de Dios, ve a través de estas nieblas”.
     Está claro: fuera de la Iglesia reinan las tinieblas. Los mayores males del mundo son la increencia, el relativismo y el pluralismo religioso. Por eso el mundo naufraga, va a la deriva. Y solo la Iglesia, es decir, solo aquellos que creen lo que enseña la jerarquía –al fin y al cabo el papa–, conocen la luz y el rumbo seguro.

     Eso no sería celebrar el Año de la Fe como Jesús lo haría. Una vez, en Nazaret, su pueblo, dijo en la Sinagoga: “He sido enviado a anunciar una buena noticia, a curar enfermos y liberar prisioneros. Queda abierto el Año de la gracia”.

     ¿Qué otra cosa sino eso puede ser el Año de la Fe para quienes se reclaman de Jesús de Nazaret? La fe de Jesús no era creer en dogmas, que todavía no había. La fe de Jesús no era someterse a una jerarquía, que no solamente no existía aún, sino que él dijo alto y claro que nunca debía existir.

     La fe de Jesús era un sentimiento vital profundo de que Dios es eterna Ternura en acción, que la Gracia es la Realidad primera de todo cuanto es, que en todo momento somos amados tal como somos, que siempre puede haber consuelo y curación, y que nosotros, en Dios, podemos hacer que todo ese mundo nuevo sea ya en este mundo. Él lo hizo.

     Eso mismo sería hoy el Año de la Fe que Jesús proclamaría: la fe inquebrantable de Dios en el mundo, y nuestra fe en nosotros mismos y nuestro futuro común, por quebradiza que sea.

     La Buena Noticia de que nada es fatídico: ni que los Derechos Humanos sean sustituidos por los derechos del mercado, ni que Europa sucumba a los dictados de la especulación, ni que los Bancos nombren a los ministros de economía y sigan prestando a los Estados al 6% el dinero que reciben de los Estados al 1%, ni que aumenten los pobres cuando crece la economía, ni que 30 millones de personas mueran de hambre al año mientras cada día se invierten 4.000 millones de dólares en armas y gastos militares, ni que mueran los bosques, ni que 20 toneladas de peces aparezcan muertos cualquier día como el pasado 3 de enero en una playa de Noruega o que miles de pájaros perezcan como perecieron en Arkansas (EEUU) el mismo día.

     La Buena Noticia de que podemos construir granito a granito una auténtica democracia basada en la justicia fraterna y universal, desde la plaza de Tahrir hasta la Puerta del Sol y Wall Street.

     Ese sería el Año de la fe de Jesús: el Año de la Gracia en acción.

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