jueves, 25 de agosto de 2011

Incapaces de adorar

(Reflexión a Mt. 2, 1-12)

     El hombre actual ha quedado, en gran medida, atrofiado para descubrir a Dios. No es que sea ateo. Es que se ha hecho «incapaz de Dios».

     Cuando un hombre o una mujer sólo busca o conoce el amor bajo formas degeneradas y su vida está movida exclusivamente por intereses egoístas de beneficio o ganancia, algo se seca en su corazón.

     Cuántas personas viven hoy un estilo de vida que las abruma y empobrece. Envejecidos prematuramente, endurecidos por dentro, sin capacidad de abrirse a Dios por ningún resquicio de su existencia, caminan por la vida sin la compañía interior de nadie.

     El gran teólogo A. Delp, ejecutado por los nazis, veía en este «endurecimiento interior» el mayor peligro para el ser humano moderno. «Entonces deja el hombre de alzar hacia las estrellas todas las manos de su ser. La incapacidad de la persona actual para adorar, amar, venerar, tiene su causa en su desmedida ambición y en el endurecimiento de la existencia».

     Esta incapacidad para adorar a Dios se ha apoderado también de muchos creyentes que sólo buscan un “Dios útil”. Sólo les interesa un Dios que sirva para sus proyectos privados o sus programas sociopolíticos.

     Dios queda así convertido en un «artículo de consumo» del que podemos disponer según nuestras conveniencias e intereses. Pero Dios es otra cosa. Dios es Amor infinito, encarnado en nuestra propia existencia. Y ante ese Dios, lo primero es adoración, júbilo, acción de gracias.

     Cuando se olvida esto, el cristianismo corre el riesgo de convertirse en un esfuerzo gigantesco de humanización y la Iglesia en una empresa siempre tensa, siempre agobiada, siempre con la conciencia de no lograr el éxito moral por el que lucha y se esfuerza.

     Pero la fe cristiana, antes que nada, es descubrimiento de la Bondad de Dios, experiencia agradecida de que sólo Dios salva. El gesto de los Magos ante el Niño de Belén expresa la actitud primera de todo creyente ante Dios.

     Dios existe. Está ahí, en el fondo de nuestra vida. Somos acogidos por El. No sabemos a dónde nos quiere conducir a través de la muerte. Pero podemos vivir con confianza ante el misterio.

     Ante un Dios del que sólo sabemos que es Amor, no cabe sino el gozo, la adoración y la acción de gracias. Por eso, «cuando un cristiano piensa que ya ni siquiera es capaz de orar, debería tener al menos alegría».

José Antonio Pagola

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