domingo, 10 de julio de 2011

Principios


      Conforme he ido avanzando en edad he perdido y ganado cosas. Así, he perdido pelo, de modo que las moscas tienen cada vez menos problemas de aterrizaje sobre mi frente, que ha ganado en extensión y en brillo. He ganado también en cansancio, de modo que actividades que antes podría desarrollarlas sin notar el paso de las horas, actualmente me fatigan después de un tiempo muchísimo más que “prudencial” de desarrollo.

      También he ganado en optimismo. Me resulta curioso a mí mismo y me sorprende, pero no existe casi nada a lo que no le vea su lado bueno. No sé si esto puede ser un crecimiento en la virtud o un sistema de autodefensa ante la dificultad de atacar la modificación de lo que se presenta como unos acontecimientos adversos que, hace unos años, me hubieran causado pesar. Ahora los acojo con paz (unos con más, otros con menos, pero casi todos con paz). Veo que han entrado a formar parte de mi pequeña historia y he aprendido a acogerlos con mimo, buscándoles un acomodo momentáneo de modo que, con el paso de los días, van resultando menos violentos, de tal manera que ellos se adaptan al devenir de mis días y yo me adapto a su presencia en mi vida.

      Debo decir que una de las cosas que he ido perdiendo con los años han sido “principios”, ese concepto que a mis veintipocos años se traducía en una larga lista de actitudes, ideas, banderas, etc… por las que “no pasaba”, ante las que no claudicaba o en las que no estaba dispuesto a transigir. Los años han ido eliminando, por sí solos, muchos de aquéllos principios y hoy posiblemente mentiría si dijera que llegan a la media docena. Sí, decididamente sería una exageración por mi parte.

      Muchos de los principios de antaño, creo que la mayor parte, sencillamente han desaparecido. La vida me ha enseñado a caminar aligerándome de ellos. Constituían esa “armadura oxidada” de la que habla Robert Fisher que me impedía acercarme a rostro descubierto a los demás e impedían darme un abrazo apretado con ellos.

      Casi todos los demás principios han pasado a formar parte de un simple código de conducta que, en ningún caso, tiene “rango de Ley”, sino de un mero modo de actuar que yo mismo puedo acomodar en función de los acontecimientos.

      ¿Qué me ha quedado al final? Pues casi, casi, casi el concepto de “persona” en torno al cual giran y se adaptan mis actuaciones. Creo que la persona está por encima de cualquier idea, de cualquier ideología, de cualquier bandera, de cualquier religión, de cualquier patria y de cualquier otra cosa aunque a esas cosas se les otorgue la categoría de “derechos constitucionales”. Y alguno me dirá: “¡Mira que eres exagerado! ¡Por encima de los derechos constitucionales!” Pues mira, sí, por encima de ellos. Porque los derechos constitucionales son distintos de un país a otro y están acordados, definidos e interpretados en su aplicación por políticos o jueces, en definitiva por hombres con unos intereses. Sin embargo creo firmemente que la persona está dotada de los mismos derechos consustanciales a su “ser persona” viva donde viva, tenga la nacionalidad que tenga, sea del color que sea, tenga el sexo que tenga y goce de la posición social que goce. Por ello creo que todo en esta vida debe someterse al derecho fundamental que toda persona tiene desde el mismo momento de su concepción hasta un minuto después de su muerte: la DIGNIDAD.



      Por respeto a la dignidad de la persona nadie debe carecer de un trabajo digno que le proporcione unos ingresos suficientes para sacar, con dignidad, a su familia adelante. Por respeto a esa misma dignidad nadie puede ser discriminado por su sexo, color, idioma, pensamiento, religión… Por respeto a su dignidad nadie puede ser insultado, ridiculizado, puesto en la picota de las murmuraciones públicas o privadas o utilizada su imagen física para hacer escarnio de ella. Por respecto a la dignidad nadie puede ser, no ya agredido ni violentado físicamente, sino ni tan siquiera tocado sin su expreso consentimiento… Todo esto incluso dentro del colectivo al que una persona pueda pertenecer: una religión, un país, un partido político...

      Hoy, cuando ya casi me he quedado sin principios, podría decir que únicamente me quedan dos: uno el convencimiento profundo del derecho de toda persona a que se respete su derecho a su propia dignidad entendida en su mayor y mejor amplitud. El otro es el convencimiento de que debo actuar con una absoluta tolerancia ante todas las posiciones, ideas, propuestas y actos de los demás que no atenten al otro principio antes citado.

      Pero bueno, como soy un ser humano (persona) es muy posible que me equivoque. Por ello me aplico el segundo principio: soy tolerante también conmigo mismo y mis errores.

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